viernes, 19 de septiembre de 2014

ANATOMÍA DEL MOVIMIENTO

En la anterior entrada veíamos que existe una interferencia entre distintos centros de control que puede terminar afectando a la postura y el movimiento, en esta vamos a describir cómo operan tales mecanismos y describiremos de qué modo se producen y se fijan las interferencias en el uso que hacemos de nosotros mismos.


Como decíamos, simplificando, existen dos centros de control para la postura y el movimiento: el subcortical (cerebelo y tronco encefálico) y el de los centros superiores (corteza cerebral y ganglios basales). El movimiento es un producto de la acción combinada de estos dos centros de control. La secuencia de un movimiento sería la siguiente: primero lo planeamos, lo ideamos desde los centros superiores y después lo ejecutamos a través de la zona  subcortical, es decir, lo deseamos conscientemente y lo ejecutamos mediante mecanismos reflejos que operan por debajo del nivel de la consciencia (serían una excepción los movimientos instintivos tales como el apartar rápidamente la mano de algo caliente o el braceo cuando perdemos el equilibrio, pues estas acciones se saltan al centro de control consciente y son ejecutadas directamente sin su intervención). Por lo tanto, tenemos un primer punto a considerar sumamente interesante: los detalles de la ejecución del movimiento se realizan por debajo del nivel de la consciencia. Esto puede resultar sorprendente, pues tenemos la ilusión de que tenemos un control total sobre nuestros movimientos, pero la realidad es que no tenemos un control directo sobre los músculos. Prueben por ejemplo a activar el bíceps y solo el bíceps.
Nuestra idea de activar el bíceps activa muchos más músculos
Seguramente la mayoría de ustedes ha puesto la parte alta del brazo rígido sin movimiento o, por otro lado, en la típica posición de "sacar músculo", sin embargo ahí estamos activando muchos más músculos que el bíceps, pero sucede que esas son nuestras  ideas 
más plausibles de cómo activar el bíceps. Pero lo que sucede es que no operamos con órdenes directas sobre cada músculo, sino con ideas generales: quiero mover un dedo, quiero caminar, quiero levantarme, quiero levantar una pierna, etc. Y una vez que pasamos a ejecutar el movimiento se desencadena una delicada y sutil reacción neuromuscular que nos lleva a realizar el acto, pero de la que no somos conscientes de los detalles. ¿Alguien sería capaz de explicar con precisión qué proceso muscular global está llevando a cabo en el mismo instante que ejecuta el acto de caminar? Ciertamente no, simplemente decidimos caminar... y caminamos.

Y aunque pueda sorprender que no tengamos un control directo sobre los músculos, en realidad hay muy buenos motivos para que esto sea así, pues si tuviéramos que manejar conscientemente la delicadísima, sutil e ingente cantidad de datos necesarios para ejecutar actos tan cotidianos como levantarnos de una silla o caminar, estas serían actividades inmanejables, pues desbordaría, por mucho, nuestros recursos de atención consciente. En cada una de estas actividades entra en juego una sutil combinación de actividad neuromuscular de la que desconocemos qué músculos en concreto son activados, en qué orden o en qué grado. La primera herramienta que tenemos a nuestra disposición para lidiar con el movimiento es el instinto, que no es otra cosa que el "programa" que traemos instalado de serie. Por eso nada más nacer somos capaces de movernos e interactuar con el entorno. Los animales permanecen indefinidamente en este estado de imperio del instinto, pero los humanos somos el único organismo capaz de superar tal estado e introducir toda una nueva gama de comportamientos y actividades aprendidos; siguiendo con la analogía informática, de instalar nuevos programas. ¿Cómo manejamos toda esta nueva información que queda más allá de la jurisdicción del instinto? Mediante los hábitos. Un hábito es un modo de proceder adquirido mediante la repetición de actos iguales o semejantes. Es decir, las primeras etapas de cualquier tipo de actividad nueva son tentativas, más o menos torpes, necesitamos atender a cada paso de la acción, hasta que, finalmente, va quedando fijada en forma de hábito a través de la repetición. Entonces ya la tenemos disponible de forma automática. Esa es precisamente la función del hábito: tener a nuestra disposición un método directo y automático de llevar a cabo actos sin tener que pensar conscientemente en cada etapa del movimiento.

Así pues, los hábitos son facilitadores de la actividad, nos permiten ejecutar todo tipo de actos sin tener que consumir tiempo y energía en los preparativos y detalles de la ejecución. Su finalidad es el ahorro de tiempo y la eficiencia energética. Por lo tanto, a este efecto, cuando decidimos realizar cualquier tipo de movimiento, activamos la vía predeterminada del hábito, en la confianza de que -efectivamente- se trata del modo más eficiente de acción. ¿Pero lo es? Como decíamos, debería serlo, pues esa es su finalidad original, empero, su implantación se suele producir de forma disfuncional. Esta disfunción consiste en que en la realización de todo acto está presente más tensión muscular de la necesaria (por las razones expuestas en la entrada anterior), con los problemas que lleva aparejados tal error: deterioro en el funcionamiento y estructuras de las partes implicadas debido al exceso de compresión de las diferentes partes corporales, bloqueo articular y derroche energético. De esta manera, podemos decir que nuestra ejecución del movimiento es eficaz pero no eficiente. Eficaz, porque efectivamente conseguimos el fin que nos proponemos (por ejemplo, levantarnos de la silla); no eficiente, porque no realizamos un empleo óptimo de los medios y recursos disponibles. Y el problema que aquí se plantea es que cuando un tipo de actividad queda fijada por la vía del hábito, no tenemos un medio directo de evitarla, pues en cuanto decidimos realizar cualquier acto, automáticamente se pone en funcionamiento el camino prefijado e inconsciente que define la naturaleza del hábito. En cierto sentido estamos condenados a actuar según nuestros hábitos. Por ejemplo, si hemos desarrollado el hábito de echar la cabeza hacia atrás cuando nos levantamos de una silla (hábito muy extendido), cada vez que decidimos levantarnos de la silla ponemos indefectiblemente en acción nuestro modo habitual de realizarlo: con tensión excesiva en el cuello que nos hace llevar la cabeza hacia atrás.

¿Pero es esta una condena irreversible? Por fortuna, no. Sin embargo se trata de una cuestión altamente problemática, que define con exactitud el campo de acción de la Técnica Alexander: el cómo detectar las pautas de tensión inconscientes que hemos desarrollado como hábito para poder inhibirlas, liberarlas, eliminarlas. Pero como decíamos, aquí se plantean una serie de enrevesados problemas. El primero -y no menor- es que no es sencillo detectar esa tensión excesiva, pues el cerebro identifica habitual con normal. En efecto, la percepción sensorial no trabaja con términos absolutos de "correcto" o "incorrecto", sino que asimila lo habitual como correcto, es decir, su concepto de correcto es relativo. Esta naturaleza de su funcionamiento hace que sea demasiado fácil que el mal uso escape a la detección. Si desarrollamos, por ejemplo, el hábito de echar el pecho hacia arriba y atrás, arqueando la espalda, la percepción sensorial no va a estar avisándonos constantemente de que se trata de una postura incorrecta, sino que acaba cediendo a la repetición y lo acepta como norma, como normal, como correcto. Este fue uno de los más impactantes e importantes descubrimientos de F.M. Alexander: que nuestra percepción sensorial no era confiable, pues la hemos corrompido introduciendo esa tensión excesiva que el cerebro acaba asimilando como correcta, y por lo tanto ya no nos da información certera respecto a lo que es correcto e incorrecto. Ahora bien, esa misma plasticidad característica de la especie humana que nos ha llevado a identificar lo correcto como incorrecto, nos puede llevar -justicia poética- a reeducar el hábito de forma que lo correcto sea identificado nuevamente como tal.

La cuestión de que la percepción sensorial se haya vuelto inconfiable tiene importantes consecuencias en el proceso de aprendizaje de la Técnica Alexander. Efectivamente, el hecho de que no podamos fiarnos de nuestra percepción es algo muy duro, ¡pues se trata de nuestra única guía para conocer qué está sucediendo en nuestro organismo! Esto trae asociada otra consecuencia considerable: al identificar lo incorrecto como correcto, lo correcto lo identificamos ¡como incorrecto! Cuando a un alumno que está echando el pecho hacia atrás arqueando la espalda le llevamos, mediante el uso de las manos, a una posición erguida y correcta, este -por contraste con la posición habitual- ¡se siente echado hacia adelante! Resulta siempre una conmoción para el alumno observar en el espejo cómo aunque él se siente inclinado hacia adelante ¡en realidad está erguido! Este -como puede suponerse- es uno de los principales obstáculos durante el proceso de aprendizaje, pues instintivamente buscamos lo que se siente bien, lo que sentimos como correcto, pero esto nos lleva -incoscientemente- por la vía del hábito, que es la tensión excesiva.

Recapitulando, el ciclo del movimiento sería el siguiente:
1-. Planeamos, deseamos la acción en las partes superiores del cerebro.
2-. La ejecutamos a través de los sistemas reflejos e inconscientes (subcorticales).
3-. La pauta por la que procede la acción es la del hábito.
4-. A causa de que el hábito lo hemos fijado de forma disfuncional, la ejecución resulta ineficiente debido al exceso de tensión con el que procedemos.
5-. Somos inhábiles para detectar esta disfuncionalidad debido a que la percepción sensorial ha acabado por identificar la manera habitual de actuación con la forma correcta de uso.
6-. Como consecuencia de esto último acabamos por identificar lo realmente correcto como incorrecto.

Esta situación nos lleva a un aparente callejón sin salida, pues si no podemos guiarnos de nuestra única guía para conocer qué está sucediendo en nuestro cuerpo, ¿qué solución hay al problema? La respuesta es la inhibición. Pero es necesario aclarar que no se trata de una inhibición en términos freudianos, entendida como represión de ideas o sentimientos, sino de inhibir, en el sentido de anular, las pautas habituales de reacción que se desencadenan cuando pretendemos ejecutar un movimiento. Por lo tanto el método a seguir consistirá en extinguir la hasta ahora casi irresistible relación estímulo de actuar-respuesta habitual. Una vez que, mediante los métodos clásicos de la Técnica Alexander, hemos logrado inhibir, anular, las respuestas con exceso de tensión tanto en la postura como en el movimiento, lo que "surge" es el uso natural del cuerpo, sin interferencias, pues este uso es el que está implícito en el diseño.

No hay comentarios:

Publicar un comentario